El hombre de hoy busca
incansablemente la verdad suprema, pura,
basa su búsqueda en un plano meramente intelectual-racional, es decir, examina
aquello que sea palpable, físico, que concuerde con su pensar, que no
trascienda más allá de sus propias capacidades.
Esto ocurre de una manera muy
común en el ámbito de la Fe. Muchas personas que se dicen cristianos afirman
creer en un Dios, pero no a plenitud,
atreviéndose a afirmar: “soy creyente más no católico” porque voy al templo, leo
la biblia, solo cuando me nace.
Típica respuesta de la mayoría de
los cristianos, sin embargo, en esa afirmación de “creo”, se encierra inconscientemente una desconfianza, es decir,
creo en Dios, pero necesito pruebas de su existencia, creo en su poder
infinito, pero dudo de si me podrá ayudar a superar los momentos difíciles;
haciendo de Dios un dios Aladino, acudiendo a Él solo cuando necesito ayuda, cuando necesito un favor, que en la
mayoría de los casos son materiales, no trascendentes. Sin embargo cuando nos
vemos fuera de esos momentos incomodos y por tanto dificultosos, Dios pasa a
segundo plano en nuestras vidas.
No volvemos a dialogar, a dar
gracias, a encontrarnos con Él, lo dejamos en el closet y seguimos con nuestras
vidas como si Dios no existiera, haciendo y deshaciendo a nuestro placer,
olvidamos por completo lo que significa el ser cristiano, el tener Fe, el orar;
poniendo como escusas la falta de tiempo, los diversos compromisos que tenemos
con los hijos, los padre, el trabajo, la escuela, etc. Con el fin de justificar
nuestra desidia para acudir a Dios, por tanto, nuestra falta de Fe.
Cuando por alguna extraña razón
asistimos a misa y escuchamos el sermón del sacerdote o escuchamos por
cualquier medio la vida de un santo y de las grandes gracias recibidas de parte
de Dios, de esos grandes milagros, pensamos inmediatamente “porque a mí no me
sucede los mismo, porque en mi vida jamás Dios ha obrado milagro alguno”, en otras palabras envidiamos
a aquella persona en la que Dios ha obrado grandes cosas y peor aún nos
enfadamos, con Dios mismo, reprochándole
su desinterés con nosotros, pero a la vez justificando por ello nuestras
conductas erróneas, nuestros pecados, nuestras desgracias, como si Dios tuviera
la culpa de ello.
Nos volvemos como niños
caprichosos, queriendo sin esfuerzo alguno que Dios realice milagros en
nosotros, pero solo en ámbito meramente material-sentimental, nada trascendental,
nada que conlleve compromiso-conversión, por ejemplo: pedimos un aumento de
sueldo, encontrar trabajo, la salud, un carro, sacarse la lotería, el
enamoramiento, etc. En otras palabras el
bienestar-felicidad, no es malo pedir estas cosas, pues aunque sean meramente
materiales en un primer instante te acercan a Dios, eso ya es ganancia, el
problema es que lo hacemos sin Fe, sin poner nada de nuestra parte, es decir,
queremos trabajo sin fatigarnos, queremos salud pero seguimos con nuestros
vicios, buscamos sin más las cosas fáciles y cómodas en nuestras vidas.
Sin embargo, si no vemos realizados nuestros anhelos,
nuestros deseos, nuestras peticiones, arremetemos contra Dios, dándole la
espalda, aunque Él este obrando grandes cosas en nosotros.
La mayoría de las personas de
nuestro tiempo va de una forma tan veloz en su hacer, en su relacionarse, que
muchos acontecimientos pasan desapercibidos para nosotros mismos, por ende para
los demás.
Por tanto esperamos grandes
milagros, que sean sucesos extraordinarios,
enfocando nuestra atención solo en ello, pero descuidando los grandes milagros
que Dios obra en los acontecimientos ordinarios, por ejemplo: nos quejamos de
lo mal que van las cosas en nuestras vidas, pero no le ponemos importancia al
don de la vida misma, “el gran milagro de estar con vida” de ver un nuevo
amanecer; esperamos escuchar la voz de Dios que
nos de consuelo, empero no le prestamos a tención al gran milagro de la
voz y consuelo de los otros, por medio de los cuales Dios mismo te consuela y
así sucesivamente.
Cuantos padres de familia se
quejan de no tener dinero, para salir de vacaciones, para comprarles los útiles
a sus hijos, estancándose en ello, sin darse cuenta de que Dios nunca los deja
solos, que jamás los deja sin el pan de cada día, que esos problemas en su
debido tiempo se solucionan, exclamando “no sé cómo Salí de esto, no sé de
donde salió el dinero para los útiles” volviendo
a la problemática del olvido de Dios una vez pasada la tempestad.
Si tan solo nos detuviéramos a
observar las grandes cosas que Dios realiza en nuestras vidas de una forma
ordinaria, pero, que por el simple hecho de que provienen de Dios ya son
extraordinarias, no nos atreveríamos a dudar de Él, ni mucho menos a ponerlo en
segundo plano, pues caeríamos en la cuenta de que también en nosotros obrar
grandes cosas, no tanto porque lo merezcamos sino por su fidelidad a su
promesa, pero sobre todo por su gran amor hacia nosotros.
En conclusión, un verdadero
cristiano no pone condicionamientos a Dios, pues confía en Él de una manera
autentica, no busca a Dios solo en momentos difíciles, sino sabe agradecer en
todo momento su amor hacia ellos, no ve a Dios como un genio que le concede
deseos; un verdadero cristiano busca a Dios en todo momento, poniéndolo al
centro de su vida, sabe paciente, sabe observar las maravillas de Dios en los
otros y en las cosas.
El verdadero cristiano pone su fe
en las cosas trascendentes como lo es Dios, y por lógica pide no solo cosas
materiales, sino el don de la oración, de la Fe, la conversión de su vida, la
santidad, etc.
Antes de decir, si eres cristiano
analízate primero, y ve si realmente Dios está al centro de tu vida, si eres
agradecido, si buscas lo trascendente y no lo material, si estás dispuesto a
sacrificar tiempo para estar con Él, solo así podrás darte cuenta del gran
milagro que Dios te ha dado “tu existencia”.
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